Introducción de Tom Engelhardt:
Uno de los más desgraciados pequeños acontecimientos de la vida
estadounidense de estos tiempos tuvo lugar justo cuando acababa 2014.
Una mujer llevaba a su hijo de dos años en el carrito del supermercado
en un Wal-Mart de Idaho.
El niño abrió el bolso de la mujer (un regalo
de Navidad de su marido), especialmente diseñado para esconder un arma,
encontró la pistola de su madre, la sacó del bolso y le disparó,
matándola. Ella no fue la única víctima de un niño que se encontró con
un arma de fuego cargada. Entre 207 y 2011, por lo menos 62 menores de
14 años murieron en similares accidentes de pasadilla con armas
cargadas.
Tampoco fue una anomalía este incidente en particular. De hecho,
las estadísticas muestran que si usted vive en este país corre menos
peligro de morir en un ataque terrorista en Estados Unidos que como
consecuencia del disparo de un niño pequeño. Aún más, la probabilidad de
que usted muera por haber disparado su propia arma que en un ataque
terrorista en cualquier lugar del mundo
es del orden de 2.059 a uno. También, la probabilidad de que muera por
disparos de un agente de policía supera en nueve a uno si se tratara de
un terrorista.
Por favor, decidme, ¿cuantos dólares del contribuyente
estadounidense van a parar a la “inseguridad” por el terrorismo y
cuántos a la inseguridad por las armas? Ya sabéis la respuesta. De
hecho, da la impresión de que las armas de fuego de cualquier tipo
circulan con creciente libertad conforme la población se arma cada vez
más. Pensad en ello como si fuera una carrera armamentística. Animados
por la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés),
los estadounidenses se arman más y más. En 2009, se estimaba que había
entre 300 y 310 millones de armas de fuego en EEUU (una cifra que sin
duda ha aumentado), y unos cuatro millones de estadounidenses son hoy
dueños de un fusil de asalto; un arma muy popular, dicho sea de paso, en
las matanzas indiscriminadas. Mientras tanto, la proporción de
estadounidenses que están a favor de la prohibición de pistolas y
revólveres ha caído al guarismo más bajo de todos los tiempos (25 por
ciento).
En cuanto al “porte” de armas, hoy es legal en todos los estados
de EEUU e incluso permitido en cada vez más situaciones. En el último
año, por ejemplo, Idaho –donde murió aquella madre– se convirtió en el
séptimo estado en permitir el porte disimulado de armas en los campus
universitarios. Para ponerlo en perspectiva, hace menos de 20 años, el
número de armas legalmente transportadas con disimulo en Estados Unidos
no llegaba al millón; hoy día, más de un millón de personas tienen
permiso de porte oculto de armas de fuego solo en Florida. En el Estados
Unidos del siglo XXI el “derecho de portar armas” se ha extendido en
todas las direcciones; al mismo tiempo lo hizo el “marcado ascenso” de
los asesinatos indiscriminados.
Entre tanto –¿qué es una carrera armamentística sin un grupo con
el cual medirse?–, la policía, inspirada en el Pentágono, ha venido
armándose a un ritmo sorprendente. Ya no es algo raro que los oficiales
de policía estadounidenses vayan armados de fusiles de asalto y
lanzagranadas, como si estuvieran en una zona de guerra en el
extranjero, ni que lleguen a un sitio conflictivo montados en un
vehículo a prueba de minas utilizado antes en alguna de nuestras guerras
lejanas. A propósito, al mismo tiempo que hubo mucha rabia, sobre todo
en la policía, por el reciente asesinato de dos policías en Brookling
por un trastornado con una pistola semiautomática Taurus, esa rabia
parece que no cuestiona la idoneidad de ese hombre para armarse ni que
una casa de empeños llena de todo tipo de armas haya vendido esa pistola
(aunque no a él mismo).
Sin embargo, no deberíais cometer el error de imaginar que los
estadounidenses consideren que el derecho de portar armas deba ser
universal. Solo reflexionad, por ejemplo, en los “ataques con drones” en
Pakistán y otros sitios. Durante las dos últimas administraciones, la
CIA ha conseguido el “derecho” de matar con drones a jóvenes en edad
militar que porten armas –en sociedades en las que el porte de armas,
como en EEUU, es la norma– sobre quienes nada específico se sabe,
excepto el hecho de que parecen estar en el lugar equivocado en el
momento adecuado. La elección de la NRA, bastante curiosa, no los
defiende a ellos.
Si a un visitante de Marte o incluso de Europa (como lo señala Ann
Jones, colaboradora regular de TomDispatch), todo esto le parecería la
definición de la locura, también es la definición de un estilo de vida
cada día más extendido en este país. Lo que alguna vez fue una
“herramienta” para agentes encargados del cumplimiento de la ley,
militares y cazadores, hoy es el equivalente de un iPhone, un talismán
de contacto y orden social. Es algo que casi todo el mundo puede llevar
en el bolsillo, el bolso o colgado de una correa a plena luz del sol en
una tierra en la que todos nosotros, incluso los niños, parecemos estar
de camino a O.K. Corral. Jones, autora de They Were Soldiers: How the Wounded Return From America’s Wars – The Untold Story,
ha vivido su cuota de matanza y su parte de tensión. Sin embargo, ella
vive hoy otro tipo de tensión: la necesidad de que los demás sepan de un
país cuyos ciudadanos ni siquiera se dan cuenta de lo inexplicable que
ha llegado a ser.
* * *
Personas inquietas de todo el mundo quieren saber si este país está loco
Estadounidenses que viven en el extranjero –más de seis millones en
todo el mundo (sin contar a quienes trabajan para el gobierno de Estados
Unidos)– se enfrentan a menudo a preguntas difíciles de responder
hechas por la gente con la que convivimos. Europeos, asiáticos y
africanos nos piden que les expliquemos cosas que les desconciertan
sobre la conducta cada vez más extraña y perturbadora de EEUU. Gente
correcta, educada y sin deseo de ofender a un invitado, se quejan del
“gatillo alegre” estadounidense, de nuestra libertad para comprar un
arma asesina y de una “excepcionalidad” que ya lleva demasiado tiempo
como para que pueda considerarse una etapa adolescente. Es decir, a los
estadounidenses en el extranjero se nos pide regularmente una
explicación sobre el comportamiento de nuestra “patria”, hoy
llamativamente en decadencia y cada día más desacompasada con el resto del mundo.
En mi larga vida errante, he tenido la fortuna de vivir, trabajar o
viajar en algo más que un puñado de países de este mundo. He estado en
ambos polos y en mucho lugares entre ellos, y, entrometida como soy, he
conversado con gente todo a lo largo del camino. Recuerdo todavía un
tiempo cuando el ser estadounidense era algo envidiado. Daba la
impresión de que el país en el que crecí después de la Segunda Guerra
Mundial era respetado y admirado en todo el mundo por tanta razones que
no puedo para enumerar aquí.
Por supuesto, eso cambió. Incluso después de la invasión de Iraq en
2003, todavía conocí gente –en Oriente Medio, nada menos– que prefería
no dar a conocer su opinión
sobre Estados Unidos. Muchos pensaban que la decisión del Tribunal
Supremo de instalar a George W. Bush en la presidencia era un error
garrafal que sería corregido por los votantes estadounidenses en las
elecciones de 2004. Sin embargo, su regreso a la Sala Oval firmó el
final del Estados Unidos que el mundo había conocido. Bush había
empezado una guerra a la que se oponía todo el orbe porque él quería, y
podía. Una mayoría de estadounidenses le apoyaba. Y ese fue realmente el
momento en que comenzaron todas las preguntas incómodas.
En el inicio del otoño de 2014, viajé de regreso a la “patria”. Me
chocó allí que la mayor parte de los estadounidenses no tenía idea de lo
extraño que éramos a los ojos de buena parte del mundo. Según lo he
experimentado, las personas de todo el mundo que nos observan están
mucho mejor informados sobre nosotros que lo que el estadounidense medio
lo está sobre ellos. Esto se debe en parte a que las “noticias” en los medios
de EEUU son muy pueblerinas y limitadas en sus puntos de vista, tanto
en la forma que nosotros actuamos como en lo que piensan en otros
países, incluso en países con los que estuvimos en guerra recientemente,
lo estamos actualmente o están amenazados de estarlo. Solo la
beligerancia de Estados Unidos, por no hablar de sus acrobacias
financieras, obliga al resto del mundo a no quitarnos el ojo de encima.
En última instancia, ¿quién sabe a qué conflicto pueden arrastrarte los
estadounidenses, ya sea como blanco o ya sea como reacio aliado?
Entonces, en cualquier sitio donde estemos los estadounidenses, nos
encontramos con alguien que quiere conversar sobre los últimos
acontecimientos en Estados Unidos, grandes o pequeños: otro país
bombardeado en nombre de nuestra “seguridad nacional”, otra
pacífica marcha de protesta atacada por nuestra cada vez más
militarizada policía, otra diatriba contra el “gobierno
sobredimensionado” proferida por algún pretendido candidato que espera
encabezar un día ese mismo gobierno en Washington. Esas noticias
intrigan y dejan temblando a las audiencias extranjeras.
Tiempo de preguntas
He aquí las preguntas que tienen perplejos a los europeos estos
tiempos de Obama (las que 1,6 millones y medio de estadounidenses
residentes en Europa escuchamos casi cotidianamente). En el primer lugar
absoluto de la lista: “¿Por qué se opondría alguien a un sistema
nacional de salud?”. Los países europeos y otros industrializados tienen
alguna forma de sistema sanitario nacional desde los treinta o cuarenta
del siglo XX; Alemania, desde 1880. Algunas versiones, como la francesa
o la inglesa, han derivado hacia sistemas mixtos: un sector público y
otro privado. Aun así los privilegiados que pagan por una atención más
rápida no se sienten molestos por aquellos ciudadanos que cuentan con un
sistema de salud integral financiado desde el gobierno. Que tantos
estadounidenses sí se sientan molestos, para los europeos resulta
incomprensible, si no francamente cruel.
En los países escandinavos, considerados siempre los más socialmente
avanzados del mundo, un programa nacional de salud (física y mental),
financiado por el estado, es una parte importante –pero solo una parte–
de un sistema más general de bienestar social. En Noruega, donde vivo,
todos los ciudadanos tienen derecho a una educación
igual (preescolar desde el año de edad y escuelas gratuitas desde la
edad de seis hasta la formación especial, la universitaria y más allá,
todo subsidiado por el estado), seguro de desempleo, búsqueda de puesto
de trabajo y servicios de racapacitación, permisos de paternidad
pagados, pensiones para personas mayores y más prestaciones. Estos
beneficios no son solo una “red de seguridad” de emergencia, esto es, un
pago caritativo concedido de mala gana a un necesitado. Son
universales: disponibles para todos los ciudadanos en un pie de
igualdad, por ser un derecho humano que estimula la armonía social, o
como lo pone nuestra constitución, la “tranquilidad nacional”. No debe
asombrarnos que, durante muchos años, los organismos internacionales de
evaluación hayan considerado que Noruega es el mejor lugar para
envejecer, ser mujer o criar un niño. El rótulo de “mejor” o “más feliz”
es el resultado de una competencia regional entre Noruega y las demás
socialdemocracias nórdicas: Suecia, Dinamarca, Finlandia e Islandia.
En Noruega, todos los beneficios están financiados por unas altas
cargas fiscales. Comparado con el terrible misterio del sistema
tributario de EEUU, Noruega es notablemente sencillo, y los ingresos por
trabajo y pensiones se gravan con progresividad: quien ingresa más paga
más. El departamento tributario hace los cálculos, envía una factura
anual y el contribuyente, aunque puede discutir la suma que debe
sufragar, paga diligentemente porque sabe lo que él y su familia
recibirán a cambio. Y como la política del gobierno redistribuye la
riqueza con eficacia y tiende a minimizar las diferencias en los
ingresos, la mayoría de los noruegos se sienten cómodos navegando en el
mismo barco. (¡Pensad en eso!)
Vida y libertad
Este sistema no es fruto de la casualidad. Fue planificado. En los
treinta del siglo pasado, Suecia tomó la delantera en ese camino y
durante la posguerra los otros cinco países nórdicos le siguieron y cada
uno desarrolló su propio modelo en lo que se llamaría el Modelo
Nórdico: una equilibrada combinación de capitalismo regulado, sistema de
bienestar universal, democracia
política y los niveles más altos de igualdad de género y económica del
mundo. Es el sistema que ellos se han dado. Ellos lo crearon. A ellos
les gusta. A pesar de los esfuerzos realizados por algún gobierno
conservador para acabar con él, ellos lo mantienen. ¿Por qué?
En todos los países nórdicos existe un consenso amplio y generalizado
en todo el espectro político de que solo cuando están satisfechas las
necesidades básicas de la población –cuando las personas ya dejan de
preocuparse por su empleo, por su ingreso, por su vivienda, por el
transporte, por el cuidado de su salud, por la educación de sus hijos y
por sus parientes mayores–, solo entonces, puede ser libre para hacer lo
que quiera. Mientras Estados Unidos se instala en la fantasía de que
cada niño tiene desde que nace una parte igual del sueño “americano”,
los sistemas de bienestar social nórdicos construyen los cimientos sobre
los que se asientan una igualdad más auténtica y el individualismo.
Estas ideas no son nada nuevo; están implícitas en el preámbulo de la
nuestra propia constitución [la de Estados Unidos]. Ya sabéis, en la
parte sobre “nosotros, el Pueblo”, como la “más perfecta Unión” para
“promover el Bienestar general y asegurar la Bendición de la Libertad
para nosotros y nuestra Posteridad”. Incluso mientras preparaba a la
nación para la guerra, en su discurso de 1941 sobre el estado de la
Nación el presidente Franklin D. Roosevelt especificó memorablemente
cuáles debían ser los elementos de ese bienestar general. Entre las
“cosas más sencillas que nunca se deberán dejar de lado”, enumeró “la
igualdad de oportunidades para los jóvenes y otros, el empleo para
quienes puedan trabajar, la seguridad para quienes la necesiten, el fin
de privilegios especiales para unos pocos, la protección de los derechos
civiles para todos” y desde luego, impuestos más altos para pagar todas
esas cosas y el costo de las armas defensivas.
A sabiendas de que los estadounidenses acostumbraban apoyar esas
ideas, un noruego de hoy se horroriza al saber que un presidente
ejecutivo de una importante corporación de EEUU recibe entre 300 y 400
veces lo que percibe un empleado promedio. O que los gobernadores Sam
Brownback, de Kansas, y Chris Christie, de New Jersey, que después de
acumular una deuda enorme por haber bajado los impuestos a los ricos,
están pensando en solventar la deuda con dinero perteneciente a los
fondos de pensión de los trabajadores
del sector público. Para un noruego, el trabajo de un gobierno es
distribuir la riqueza del país con razonable equidad, no lanzarla a ese 1
por ciento que está en lo más alto de la pirámide social, como sucede
hoy en EEUU.
Con su planificación, Noruega hace que las cosas se produzcan con
lentitud, siempre pensando en el largo plazo y con la previsión de una
vida mejor para sus hijos y para la posteridad. Es por eso que un
noruego, o cualquier otro ciudadano del norte de Europa, se horroriza
cuando se entera de que dos tercios de de los estudiantes
universitarios de EEUU termina su formación con números rojos, debiendo
100.000 dólares o más. O de que en Estados Unidos, todavía el país más
rico del mundo, uno de cada tres niños viven en la pobreza, lo mismo que
un quinto de las personas entre 18 y 34 años. O de que las últimas
guerras estadounidenses, con un costo de varios billones de dólares, se
han pagado con una tarjeta de crédito que será saldada por nuestros
hijos. Lo que nos devuelve a esa palabra que mencioné más arriba:
crueldad.
Las repercusiones de la crueldad, o una suerte de inhumana
incivilidad, parecerían merodear en tantas otras cuestiones que los
extranjeros observadores preguntan sobre Estados Unidos; por ejemplo:
¿Cómo es que tenéis ese campo de concentración en Cuba, y a qué se debe
que no podéis cerrarlo? O: ¿Cómo pretendéis ser un país cristiano y
mantener aún la pena de muerte? Frecuentemente, la siguiente es: ¿Cómo
podéis haber tenido un presidente que se enorgullecía de ejecutar a sus
ciudadanos al ritmo más rápido de la historia de Texas (los europeos
recordarán durante mucho a George W. Bush).
Entre otras preguntas que he tenido que responder también están:
* ¿Porque los estadounidenses no podéis dejar de oponeros al cuidado de la salud de las mujeres?
* ¿Porque sois incapaces de entender la ciencia?
* ¿Cómo podéis seguir siendo tan ciegos frente a la realidad del cambio climático?
* ¿Cómo podéis hablar del imperio de la ley cuando vuestros
presidentes quebrantan la ley internacional para hacer la guerra cada
vez que se les ocurre?
* ¿Cómo podéis dejar en manos de una sola persona corriente el poder de hacer saltar por los aires un planeta?
* ¿Como podéis tirar a la basura las Convenciones de Ginebra y vuestros principios para defender la tortura?
* ¿Por que a los estadounidenses os gustan tanto las armas? ¿Por qué os matáis unos a otros tan desenfrenadamente?
Para muchos la pregunta más importante, y desconcertante es: ¿Por que
enviáis a vuestros soldados a cualquier parte del mundo para provocar
más y más problemas a todos nosotros?
La última pregunta es particularmente apremiante ya que países que
históricamente han sido amigos de Estados Unidos, desde Australia a
Finlandia, están trabajando intensamente para hacerse cargo de los
refugiados que huyen de las guerras e intervenciones militares de EEUU.
En toda la Europa occidental y Escandinavia, los partidos de extrema
derecha que raramente, si acaso nunca, formaron parte de un gobierno,
están hoy creciendo rápidamente y creando una ola de oposición a unas
políticas de inmigración que tienen una larga historia. Solo el mes
pasado, un partido de este tipo casi hizo caer el actual gobierno
socialdemócrata de Suecia, un país generoso que ha absorbido y dado
asilo a un desmesurado cupo de refugiados desbaratando las ondas de
choque de “la mejor fuerza combatiente que ha conocido el mundo”.
Cómo somos
Los europeos entienden –algo que parece que no sucede con los
estadounidenses– la íntima relación que existe entre la política
nacional y la internacional de un país. Encuentran a menudo la relación
entre el irresponsable comportamiento de Estados Unidos en relación con
el extranjero y su rechazo a poner su propia casa en orden. Observan
cómo Estados Unidos deshace su endeble red de seguridad, cómo fracasa en
el reemplazo de su decadente infraestructura, cómo desempodera a la
mayoría de sus organizaciones sindicales, reduce el número de escuelas,
lleva a su legislatura a una parálisis y crea la mayor desigualdad
económica y social en casi un siglo. Entienden por qué los
estadounidenses, que cada día tienen menos seguridad personal y
prácticamente no tienen un sistema de bienestar social, se sienten más y
más preocupados y temerosos. Entienden también por qué tantos
estadounidenses han dejado de confiar en un gobierno que ha hecho tan
poco por ellos en los últimos 30 o 35 años, aparte del interminable y
tan combatido esfuerzo por la sanidad, un esfuerzo que es visto por los
europeos como una propuesta de una patética modestia.
Aunque lo que desconcierta a muchos de ellos es que cantidades
asombrosas de estadounidenses corrientes hayan sido convencidos de que
vean con desagrado un “gobierno sobredimensionado” y aun así apoyen a
sus nuevos representantes, comprados y pagados por los ricos. ¿Cómo
explicar esto? En la capital noruega [Oslo], donde una estatua de un
meditabundo presidente Roosevelt domina el puerto, muchos observadores
de la vida de EEUU piensan que quizás él haya sido el último presidente
estadounidense capaz de entender y explicar a la ciudadanía cuál es la
tarea de un gobierno en relación con ella. Los conflictivos
estadounidenses, que han olvidado todo esto, miran lejos en busca de
enemigos desconocidos, o incluso en los apartados suburbios de sus
propias ciudades.
Es difícil darse cuenta de por qué estamos en este camino, y
–creedme– aún más difícil explicarlo a los demás. Locura quizá sea una
palabra demasiado fuerte, demasiado amplia e imprecisa para definir el
problema. Algunas personas que me preguntan dicen que EEUU es
“paranoico”, “atrasado”, “presumido”, “rapaz”, “ensimismado”, o
sencillamente “tonto”. Otros, más caritativamente, dicen que los
estadounidenses están “desinformados”, “equivocados”, “engañados”, o
“dormidos”, y que todavía podrán recuperar la sensatez. Pero las
preguntas continúan dondequiera que una viaje, sugiriendo que Estados
Unidos, si no está loco exactamente, ciertamente es un peligro para sí
mismo y para los demás. Es tiempo de despertar, Estados Unidos, y de
mirar alrededor. Aquí fuera, del otro lado del océano, hay otro mundo.
Uno antiguo y amistoso, que está lleno de buenas ideas, ideas que han
sido comprobadas y son verdaderas.
Ann Jones , colaboradora regular de TomDispatch, es autora de, entre otros libros, Kabul in Winter: Life Without Peace in Afghanistan, y más recientemente, de They Were Soldiers: How the Wounded Return From America’s Wars – The Untold Story, un proyecto de Dispatch Books.
fuente
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