Surgen cada vez más alternativas al consumo monetarizado e
irresponsable. ¿Pueden ser una solución? Tal vez no bastan para escapar
del sistema, pero ayudan a que la mente, manipulada por el mantra del
consumo y la tarjeta de crédito, se abra a nuevos horizontes y entienda
que el canje monetario no tiene por qué ser la única vía de intercambio
económico.
El movimiento freeganista propone vivir de lo que ya fue comprado.
Los freegans dicen que es una filosofía de vida, y el movimiento critica
el desperdicio incardinado en la base misma del sistema. Algunos
estiman que la tercera parte de la comida que se produce en el mundo es
desperdiciada. Un absurdo que toma dimensiones inhumanas si se tiene en
cuenta que mil millones de personas pasan hambre en este mismo planeta, a
la vez generoso y limitado. Así que los freegans se preguntan: si sólo
con la comida que tiran los supermercados se puede uno alimentar bien,
¿para qué gastar dinero
en beneficiar a las multinacionales del negocio agroalimentario, cuyos
métodos en materia medioambiental y de condiciones laborales son
sospechosos?
La comida es sólo la punta del iceberg. Los freegans
se oponen al círculo vicioso del comprar-tirar-comprar en todas sus
vertientes: desde las compras compulsivas en pos de la última e
innecesaria tecnología a la defensa de las reparaciones y arreglos de
productos. Es verdad que a menudo comprar un bolso nuevo sale casi al
mismo precio que arreglar el que ya tenemos, pero, si pensamos en los
recursos que estamos tirando a los vertederos del planeta y en las
condiciones laborales en que el nuevo bolso ha sido producido, tal vez
nos demos cuenta de que, aunque los precios digan otra cosa, siempre
será más barato arreglar un bolso que comprar otro nuevo.
Hay
voces críticas que muestran las contradicciones de un movimiento surgido
en familias antes acomodadas que rebuscan entre la basura; el eterno
debate en torno a las clases medias que abanderan las causas de la
izquierda. Pero es un movimiento que pone de relieve las contradicciones
y absurdos del sistema.
Por su parte, las grafiterias -como se
las llama en Buenos Aires- o ferias de intercambio proponen reuniones en
las que cada uno deja lo que no necesita, y si quiere, se lleva algo
que sea de su agrado. Lo principal aquí es que, a diferencia del trueque,
no existe una reciprocidad. Uno puede llevar decenas de discos, libros y
ropas y no recoger nada a cambio, o a la inversa, llegar sin nada y
llevarse algo puesto. Dicen los promotores de las grafiterias porteñas
que no se dan abusos del tipo “me lo llevo todo”, tal vez porque la
misma esencia de estas ferias, a menudo itinerantes, es la confianza
mutua.
También son interesantes los bancos de tiempo que ya se
hacen un hueco en España: aquí, el intercambio está basado en el tiempo
que lleva efectuar un servicio: clases de inglés a cambio de arreglar un
grifo. En ocasiones, estas iniciativas llegan a crear su propia moneda.
Es el caso de la moneda Solano, propuesta por un colectivo cultural de
la periferia de São Paulo, cuya moneda simbólica facilita el intercambio
de servicios de tipo cultural evitando que medie el dinero.
Y, cuando las cosas se complican tanto que los billetes comienzan a escasear, siempre acabamos recurriendo al trueque
de siempre. Pasó en la Argentina de 2001 y pasa en la Grecia de 2015,
donde cada vez se extienden más las ferias de intercambio de productos a
menudo a través de vales que hacen las veces de la moneda corriente.
Son iniciativas muy distintas, pero tienen en común un mismo hilo conductor: pretenden escapar de la dictadura del Dios Dinero.
Tal vez no sea todavía posible huir del sistema, de la necesidad
impuesta de tener una cuenta bancaria y de cobrar en euros o dólares o
pesos. Tal vez son gotas de agua en medio del océano. Pero, como diría
la Madre Teresa de Calcuta, “si la gota le faltase, el océano la echaría
de menos”.
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